Los juguetes eran escasos, y puede que eso agudizase el ingenio de los guajes, que aprendíamos a hacerlos a la vez que en la escuela aprendíamos a sumar, escribiendo los números con el “pizarrín” en la pizarra de 30 por 21 centímetros, marco de madera incluido. Era finales de la década de los cincuenta del pasado siglo, cuando el “bic” era un recién nacido que todavía no había llegado a nuestros pueblos.
Tenía que ser por estas fechas, una semana antes, una semana después, cuando los árboles estaban preñados de sabia. Con nuestra navaja, -que entonces los rapaces teníamos “navajina” a los ocho años sin que ocurriese nada por ello- cortábamos una rama de salguera para hacer una “chifla” y poder silbar con ella por caminos y praos mientras cuidábamos de las vacas imitando el canto de los mirlos cuando no teníamos otra cosa mejor que hacer.
Ninguna silbaba igual a la otra y tampoco tenían otra utilidad. Hacíamos una, dos o veinte, pues tiempo y salgueras era lo que nos sobraban. Las hacíamos como diversión y para ello solo necesitábamos de una vara verde. Un trozo de entre diez y quince centímetros de largo y un diámetro entre uno y dos, sin nudos ni resecos, sería suficiente.
Sentados en la pradera o en alguna pared de piedra, apoyábamos el trozo de vara en el interior de nuestra rodilla izquierda, para hacer un corte a modo de bisel de media luna y otro en su parte inferior para luego golpearla suavemente con las cachas de la navaja que sujetábamos por su hoja, para hacerla “sudar”, mientras cantábamos las siguientes coplillas que habíamos oído a los mayores, convencidos de que nos ayudarían para hacer la mejor chifla.
Suda, suda, pata de cabra,
sino sudas hoy sudarás mañana.
Suda, suda, cabra cornuda,
sino sudas hoy, la harás macanuda.
Suda, suda, culo de rana,
sino sudas hoy sudarás mañana
y sino la próxima semana
Cuando por fin pensábamos que había sudado suficiente, le hacíamos un ligero retorcimiento para separar la monda del palo. Hecho esto, solo quedaba hacer un pequeño corte entre el bisel y la embocadura para que pasase en aire al soplar. Bien salivada, metíamos de nuevo el canuto de corteza y a soplar.
Con el mismo procedimiento hacíamos el “cornetón” que en función de su tamaño, podía meter un ruido escuchable a una distancia importante si el pulmón de quien soplaba era potente. Para esto nos haría falta un palo algo más grande, pudiendo valernos un largo de cincuenta centímetros y un diámetro de entre seis y ocho.
Sudado el palo de la misma manera, íbamos separando la corteza, quedando suelta en forma de espiral. Luego la enrollábamos de manera que cada vuelta quedase superpuesta sobre la anterior al menos un centímetro, quedando un aparato de forma cónica.
Para evitar que se soltase y no tuviese fugas de aire, la íbamos sujetando con pinchos de espino en todo su largo.
La corteza una vez pelada, se secaba fácilmente, por lo que al día siguiente, prácticamente ya no serviría. Teníamos un procedimiento para conservarlas que era remojarlas con frecuencia. Aun así, su duración era limitada, pero ello no tenía importancia para nosotros, al día siguiente haríamos más y al mismo precio.
Eran otros tiempos y otras maneras de pensar y de vivir. Eran los años de nuestra infancia, que nos acompañaran para siempre en la memoria, como algo hermoso e irrepetible.