Este duro invierno que estamos padeciendo, tiene gran parecido a los de aquellos años ya lejanos, cuando en nuestros pueblos íbamos a la escuela caminando con las madreñas por un estrecho camino, abierto entre dos paredes de nieve, que nuestros padres habían espalado para que nosotros no faltásemos a clase, y podía ocurrir que para la vuelta a la hora de comer, tuviesen que volver a hacerlo, si el día transcurría nevando o con fuertes torbas que lo cegarían de nuevo.
En aquellos inviernos era frecuente oir “tocar” a hacendera, para abrir “espalando” el camino, de dos km aproximadamente, que separaban en este caso Vegamián de Lodares, hasta donde habían llegado haciendo la misma labor los paisanos de los cuatro pueblos del valle Reyero. Caía nieve a “esgaya” que decían nuestros mayores, y quitarla era un duro trabajo que hacían con la pala untada de sebo, en penosas condiciones que se repetían con demasiada frecuencia para no garantizar nunca que lo hecho en toda una jornada fuese definitivo al menos por unos días.
De permanecer abierto, subían por ellos desde Vegamián, vendedores ambulantes con pan, aceite, azúcar, bacalao, chicharro, turrón, y camisetas y calzoncillos de felpa, para abastecer de ello a nuestras casas.
Con el ramal en la mano, guiaban su caballo que tiraba del carro o de los serones cargados de hogazas de pan recién hecho. Unos atendían los pueblos del valle Ferreras y los otros, a Lodares y el Valle Reyero.
Eran los más conocidos, los hermanos Carbajo, -Florentino y Andrés- y los panaderos Adolfo Castañón y José Espinosa, quienes iniciaban de mañana el recorrido, a sabiendas de que podía ser realmente complicado, en especial el regreso a última hora del día con la noche echada encima
Y si lo era para ellos, que no sería para ellas, que llegaban desde Vegamián hasta el valle Reyero, salvando la colladina, entre Lodares y el lobero valle de Arianes, sin más compañía que su caballo y un perro pinto algo loco.
Una de aquellas valientes mujeres era Sofía, la de José Espinosa, de la que los que por allí andábamos, guardamos en nuestra retina fotografías llegando a Lodares envuelta en torbas de nieve y en nuestra memoria pesadillas infantiles de cuando los lobos se la comían en Arianes, lo que a Dios gracias nunca ocurrió.
También viene a mi memoria don Emiliano, aquel médico que llegaba hasta el último rincón de nuestros pueblos montado en su bultaco, evitando con auténticos malabares caer con ella al suelo, y al que solamente superaban las expectativas que habían puesto en él los parientes del enfermo.
Ni unos ni otros tenían Gps, ni gafas polarizadas, ni gorro The north face, ni botas de Gore-tex. No viajaban en cómodos coches con calefacción, ni los entrevistaba la televisión para poder cagarse en los parientes más cercanos de la ministra Madalen de turno.Caminaban con madreñas, -con botas de goma en el mejor de los casos- con boina de felpa o pasamontañas de lana hecho en casa, rompiendo en muchas ocasiones la nieve que les llegaba hasta la rodilla y empapándose de agua y frió hasta el alma.
Nunca se quejaron, -no tenían tiempo ni a quien- y acometieron sus deberes con profesionalidad y querencia, es lo único que necesitaban para hacernos a los demás la vida algo más llevadera en aquellos “días de perros”.
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