Publicada en La crónica de León por don Francisco Aldeano en 1929.
Isoba es un pueblecito situado entre las elevadas rocas de las últimas montañas de León, dando paso a Asturias por el famoso puerto de San Isidro. En el término de este pueblo hay dos pozos insólitos de aguas en su superficie detenidas, pero de un movimiento casi continuo que evita la corrupción. Uno de ellos denominado “El Ausente” se halla situado a bastante altura del valle entre enormes rocas que le circundan, formando un panorama, raro, trágico, grandioso, muy visitado por los turistas en sus excursiones por aquellas montañas.
En la parte baja, y muy cerca de la carretera, hay otro pozo de grandes dimensiones de profundidad desconocida en su interior siempre repleto de agua turbia, aunque incorrupta.
En el lugar por este pozo ocupado, hallábase, según la leyenda, allá en tiempos muy remotos, la antigua aldea de Isoba, pequeña, pero hermosa, rodeada de vegetación y frescura.
No se sabe por qué año, ni por qué feliz coincidencia, desconocida a los historiadores, vino Nuestro Señor Jesucristo con sus apóstoles a parar a Isoba, en un viaje en que por las Españas predicaba el Santo Evangelio; pero como el por qué y el cuando, no nos importa ni a ti ni a mi, lector querido, el caso es, como dicen en mi pueblo, que Jesucristo con sus Apóstoles acertó a pasar un día al oscurecer por la antigua Isoba.
Cansado y fatigado en extremo; como ya era tarde y se hacía preciso el descanso y alimentación, determinaron pedir posada o buscar el palo de los pobres, como se dice ahora. Después de orar y dar Jesús a sus apóstoles las oportunas instrucciones, comenzaron la tarea. Llaman de una puerta a otra sin lograr que nadie se determinase hacer esta obra de caridad para con aquellos peregrinos desconocidos y desprovistos de todo lo necesario; un Dios le ampare o un vaya usted a otra casa sería el estribillo con el que les despedirían en cada puerta, y el Señor siempre humilde caminaba de un lado a otro sufriendo todos aquellos desprecios; y aunque la leyenda no nos dice nada, no se si San Pedro se escaparía sin echarles algún conjuro o pedir al Señor les manden algún castigo.
Por fin, después de muchas negativas, llegaron a la penúltima casa del pueblo, que era la del Señor Cura, cosa verdaderamente rara que ya hubiese curas, antes que Jesucristo instituyese el sacerdocio. ¿Habría para los habitantes de Isoba algún extraordinario y milagroso privilegio en pago de su acendrada caridad?
El Sr Cura, como es natural, les recibió muy amable, y ofreció albergue y cena para algunos de ellos, pues no alcanzaba para todos ni lo uno ni lo otro. Quedóse allí la mitad, y Jesús con los otros seis, marchó a la casa extrema y única donde no habían acudido en demanda de auxilio; es muy de notar que esta casa se hallaba habitada por una mujer anciana en años y no se si en picardías, pues era de todos conocida con el mote de la pecadora; el por qué no nos lo dice la leyenda, antes de ella se deduce que era más caritativa que los demás.
Llaman a los umbrales de su puerta y piden posada por amor de Dios. Accedió gustosa y ofreció toda su casa para que se hospedase Jesús con sus discípulos, y como al parecer la casa era grande, mandó el Maestro llamar a los seis que habían quedado en casa del señor Cura, con el fin de estar, como de costumbre, todo el colegio apostólico junto. Sentáronse en las famosas tajuelas y quizás algunos en el suelo: al lado de la lumbre, esperando la ansiada hora de tomar algún refrigerio. Llegó la hora de cenar, y como la patrona nos les ofreciese nada, Jesús la dijo: ¿no tiene nada para darnos de cenar? No tengo nada en absoluto, Señor. ¿ Con que se sostiene usted? La interrogó el Señor. –Con la leche que me da una pequeña vaca que tengo en la cuadra- Bien, señora, mis discípulos y yo necesitamos cenar esta noche, y por lo tanto matemos la vaca que usted tiene en la cuadra y prepárela para nosotros. Dios le dará el ciento por uno, se lo aseguro y prometo.
No se lo que la vieja sentiría y la cara que pondría al oír tal proposición, pero el Señor la infundió una fe viva en su palabra y, convencida de que aquel huésped era un ser extraordinario y se lo pagaría con creces, se determino a cumplir sus ordenes. En un decir Jesús, y en un decir Maria, ya estaba en la olla cociendo.
Al comenzar la cena, Jesús dijo a la pecadora: vaya usted recogiendo todos sus huesos de su vaca en una canasta grande; mañana, antes de marchar, le diré lo que tiene que hacer con ellos. Hízolo así la viejecita, convencida de que allí iba a ocurrir algo extraordinario, aunque también con algo de temor de perder su vaca, único recurso de su vida.
Después de cenar, dieron gracias a Dios y se acostaron cada uno por donde haya podido. Bien dormirían los apóstoles con el hambre ya despachado, pero de seguro que la pecadora no pegó el ojo en toda la noche, pensando en lo que allí pasaría.
Al otro día, muy temprano, levantándose el Señor, llamó a los suyos para ponerse en camino. Ya se disponían a marchar, cuando la pobre mujer, viendo la cosa mala, dijo: Señor, ¿Qué he de hacer con los huesos de mi vaca que me mandó guardar anoche? –Arrójelos por el corral antes de que yo parta.
Arrojados muy esparcidos conforme al mandato, dijo: Señor, ya están. Entonces Jesús, al ver la gran esperanza de aquella mujer, única en aquel pueblo que había con ellos ejercido obras de caridad, levantó los ojos al cielo y les dio la bendición, y en aquel mismo instante, de cada hueso surgió una hermosa vaca, quedando aquel corral convertido en una majada de abundante ganado La vieja saltaba de gozo. Dio gracias a Nuestro Señor y salio corriendo a contar a la vecindad todo lo que había pasado. Los vecinos, envidiosos en extremo, comenzaron a llenarla de improperios, lejos de alegrarse con ella por el favor recibido, y no faltó quien quiso arrebatarle lo que era fruto del milagro de Jesús. La vieja, viéndose en tales aprietos, salió en busca de Jesús. Hallólo sentado en una colina no muy lejos del pueblo, y arrojándose a sus pies, se puso a contar, entre lagrimas y gemidos, lo que le pasaba con sus vecinos. Entonces Jesús levantándose un tanto airado, púsose de cara al pueblo, extiende su diestra y dice en tono solemne:
¡ Húndase Isoba, menos la casa del cura y la de la pecadora!
Siéntese un gran ruido, las casas caen desmoronadas, grita la gente, y por fin se hunde todo el pueblo menos las dos casas indicadas por el Señor. De pronto y sin saber como, cúbrese de agua todo aquel lugar, y ahí tienes, caro lector, el origen del pozo que hoy contemplamos. ¿ Y la pecadora? Seguramente se arrepintió, si es que lo era, guardando sus vacas, aquellas vacas gordas, procedentes de un milagro de Jesús, viviría años muy felices, libre ya de envidiosos vecinos que la molestaran.
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