Amigos de la Montaña del Porma

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Lunes 2 de Julio de 2007

El coche de Catalina


      “Viene mañana en el coche de Catalina.” Esta  expresión u otra muy parecida,  escuchábamos  los guajes del alto Porma, allá por los años 50-60, cuando  se esperaba a alguien que se proponía volver al pueblo.

      Catalina García González (Catalina) fue la mujer que creó en 1908 la primera línea regular de transporte de pasajeros en el alto Porma. Nació en Puebla de Lillo el 14 de abril de 1888, hija de Baltasar García, un Guardia civil de Rioseco de Tapia, y de Juliana González de Puebla de Lillo.

      Era la época en que el tránsito por tierra se hacía a lomos de mulas, caballos, burros, o en carruajes tirados por estos mismos animales, para circular por caminos  en pésimas condiciones.

      En 1902, cuando Catalina tenía 14 años, ella solita bajaba en su caballo con los serones cargados de truchas, a facturarlos en los Ferrocarriles del Norte en La Robla, con destino a Madrid.

      Seis años más tarde, en 1908, iniciaría un servicio regular de transporte de viajeros, creando la línea Cofiñal–Puebla de Lillo –Boñar, cuyo servicio hacía con un modesto “coche de caballos” con cabida para cuatro-cinco pasajeros, que bajaba por la mañana para retornar por la tarde.

      Así hasta 1925, cuando sacó el carnet de conducir, siendo la primera mujer española en conseguirlo. Se examinó en León con su propio coche, el que su marido había adquirido tres años antes, un Ford modelo T que había revolucionado el mundo del automóvil en los Estados Unidos.

      Conseguido el carnet, Catalina dio descanso a sus caballos para, a partir de entonces, hacer el servicio con el flamante vehículo, realizando dos viajes diarios a Boñar; uno de mañana y otro de tarde, aunque en la mayoría de las ocasiones, quien conducía era su marido, Tomás Sánchez.

      En el año 1928, Catalina compró su segundo coche, un Hispano–suizo con matrícula LE–1634, con el que consiguió la concesión en exclusiva para la línea, al amparo de la Real Ordenanza aprobada en el año 1924. Esta exclusividad era gratuita, pero estaba condicionada a tener que subir y bajar desde Boñar el correo a todos los pueblos por donde pasaba y hacía parada: Cofíñal, Puebla de Lillo, El Campo, Las Cuevas, Vegamián, Venta de Ferreras, Valdecastillo, Remellan y Cerecedo, sin cobrar por ello ni una sola peseta.

      La compra del Hispano–suizo, además de sus buenos oficios en la prestación de este servicio con anterioridad, fue definitiva para hacerse con esta exclusiva, en la que le había salido un competidor de Vegamián que igualmente disponía del Ford modelo T. Y es qué entonces se primaba el producto nacional, por lo que comprar un coche de la marca catalana (Hispano–Suiza, S.A.), puntuaba de manera definitiva.

      Además, Catalina se ocuparía de su otro negocio, la fonda–pensión que ella misma atendería, tanto a la hora de dar las comidas, como las cenas, para lo que llegaría a tiempo a la vuelta de sus viajes de mañana y tarde, además de preparar camas de sus 10 habitaciones, limpieza, etc.

      Pero con todo, no fue eso lo más importante: Catalina parió y crió siete hijos, cuatro mujeres y 3 hombres, que, una vez se fueron haciendo mozos, fueron cogiendo el volante; sin embargo, nunca la retiraron, pues ella seguía haciendo de cobradora, además de encargarse del reparto de la prensa y de los medicamentos que, por encargo, subía de Boñar, único sitio donde había farmacia en aquellos años.

      Uno de sus siete hijos, Laudelino Sánchez García, es quien me cuenta esta historia. Hoy, cuando ya han pasado tantos años, Lino recuerda con cariño las hazañas de aquella mujer, su Madre, que él vivió en tantas ocasiones. Cuántos sinsabores, cuánta nieve pisada, cuánto frío metido en los huesos. Aun así, ella se consideraba una mujer afortunada: era consciente del cariño que los paisanos le tributaban, y eso para ella era muy gratificante.

      El día de la romería de San Froilan de 1934, cuando Lino tenía 11 años, Catalina y su marido, Tomás, bajaron a León para ganar unas pesetillas extra haciendo viajes desde la calle Ordoño hasta la Virgen del Camino con su nuevo autobús, un Ford modelo A. Estando en Ordoño se lo requisaron para llevarlo hacia Asturias, siendo ametrallado en Vega del Rey (Campomanes). Meses más tarde lo recuperó, aunque todo agujereado. En los años de la Guerra Civil, este servicio de viajeros se suspendió.

      Llegó la posguerra y con ella la escasez y los racionamientos. Sus pasajeros en aquellos años no eran abundantes, salvo los lunes, día de mercado en Boñar, o en fechas muy señaladas como el día del Pilar también en Boñar. Eran los únicos días, sobre todo éste último, cuando el autobús se llenaba; “incluso llevábamos gente en la baca”, recuerda Lino, “y estábamos dando viajes hasta las tres de la mañana, para hacer una recaudación máxima de 1.000 pesetas.”

      Muchos de los otros días del año, apenas tres viajeros: dos Guardias Civiles y un Caminero. Los Guardias Civiles no pagaban y al caminero no se le cobraba, por lo que la recaudación era fácil de contar, así que la pobre Catalina, que repostaba en Boñar –único lugar donde podía hacerlo– no podía pagar ese día el combustible, debiendo dejar pendiente su pago hasta el día o días siguientes cuando el número de pasajeros aumentara.

      Es fácil de suponer que en aquellos años, con inviernos largos e intensos, en el sentido de las fuertes nevadas que caían, la complicación de circular por un camino de alta montaña con un autobús era extrema.

      “La nieve era un verdadero problema”, recuerda Lino. Eran nevadas, muchas nevadas continuadas y, tras éstas, fuertes heladas, que hacían que la nieve estuviera presente de Noviembre a Abril.

      Recuerda Lino un día de las Candelas (dos de febrero), cuando el autobús de Catalina quedó atrapado en las Cuevas, consecuencia de una impresionante nevada. Era de noche, así que Catalina y su marido que era quien conducía, durmieron en el molino de Agustín, allí en las Cuevas. Al día siguiente, San Blas, patrón de Utrero, unos vecinos de éste pueblo se la llevaron como invitada en un caballo para allá. Volvió a nevar con fuerza esa noche y los días siguientes, así que Catalina estuvo en Utrero más de quince días sin poder salir. Por ello,  apreciaba mucho a los de Utrero, pues la habían tratado como a una reina, y es que esta mujer era muy querida por las gentes de éste pueblo y de toda la montaña.

      Lino recuerda también el trozo de carretera que su padres más temían recorrer con el autobús: la cuesta de la Mostajera, que estaba pasado el cruce de Armada, subiendo hacia el Campo. Era muy peligrosa en invierno. Por la izquierda, la peña y por la derecha, el río, con un desnivel de diez metros o más, así que cualquier “patinazo o desliz” podría convertirse en tragedia, lo que a Dios gracias, nunca ocurrió.

      También recuerda Lino, su aprecio a muchos paisanos de la zona con los que tenía contacto frecuente, como Andrés Carbajo de la Venta de Vegamián, del que asegura: “era el mejor paisano de toda esta zona.”

      Anécdotas hay muchas, pero la más sonada es la de una vez que subían en el coche de Catalina un grupo de cinco o seis monjas a un entierro de otra que había muerto en Puebla de Lillo.

      A la altura del Campo, Catalina hizo una maniobra en la que metió una rueda del autobús en la cuneta llena de hielo y nieve, así que el coche empezó a patinar y no salía por sí solo.

      Entonces, Catalina bajó con la pala en la mano para quitar la nieve e intentar salir. Cuando subió de nuevo al coche para arrancar, observó a las monjas de pie rezando y santiguándose, con lo que ella les espetó: “con rezos no sacamos al autobús de aquí, así qué, abajo y a empujar, verán como son atendidos sus rezos y salimos de aquí.”

      En 1948 vendió la empresa a F López, (Empresa López). Veinte años más tarde y a pesar de esto y del nuevo nombre rotulado en el autobús, las gentes de la zona seguían llamando al coche de línea “el coche de Catalina”, y es que esta valiente mujer había calado hondo en el corazón de aquellas gentes.

      Si habría calado, que los que nacimos después de que Catalina hubiera vendido su empresa, incluso con posterioridad a haber fallecido, nos hicimos mayores convencidos de haber viajado siempre en el coche de Catalina.

      En 1959 murió de cáncer y en 1987, un grupo de paisanos capitaneados por un señor de Oville, estuvieron a punto de levantar un monolito a Catalina en la cuesta, justo antes de llegar a Valdecastillo. La falta de fondos y quizá, también, la de algo de celo en el intento, dejó aparcado el proyecto. Hubiera sido acertado, más en una tierra tan poco dada a encomiar a sus gentes.