Cuando vengo a Lodares con el propósito de darme un largo paseo –que luego resulta no ser tan largo– me vuelven a la memoria aquellos hermosos paisajes de los valles de San Juan, las foces, las vallinas, etc… Lugares que hasta mis quince años (y de eso hace ya cuarenta) recorrí tantas veces.
Pero sí aquí, como en la gran mayoría de los pueblos de montaña, se gozaba de hermosas vistas, había para mí una que destacaba sobre todas: la que se divisa desde lo alto del Piñaruelo, cuya cumbre está a 1.600 metros de altura.
El tío Maximino (q.e.p.d.) nos dijo una vez muy serio, a un grupo de rapaces:
–Esta peña antiguamente tocaba el cielo– lo que nosotros, teniendo en cuenta la solemnidad con que hacía tal afirmación, nos creímos a pies juntillas.
Era desde lo más alto, junto a una vieja cruz de madera que resistió hasta el año 1990, cuando fue sustituida por otra de hierro por miembros de la Asociación , desde donde se podía apreciar la enorme belleza de esta montaña, belleza que no es fácil imaginar para nuestros hijos y nietos, quienes siempre han vivido en ciudades, llenas de coches y ruidos, de edificios horribles y de jardines sucios. Hoy recuerdo perfectamente el amplio cuadro que contemplé cuando, en mi primera etapa de adolescente, subí en apenas un par de ocasiones.
Cercada de hermosos montes y valles, por detrás tiene a Pardomino, donde anacoretas, Obispos y pastores hallaron refugio y paz; de frente, y a la derecha, en el fondo del valle, la Fumaderna, lugar donde está el manantial que en la última época daba agua a Lodares; después, el Piornal, la fuente del vino blanco; el Baizuelo y el chozo del Foyo con su corral, donde los de Lodares, junto con el de Piornal, encerraban las novillas que todo el verano tenían allí pastando; más allá, el valle Reyero y, en lo más alto, el puerto de Linares de Pallide, del que se veían perfectamente sus corrales; de frente, la Peña la Vega, y ahí abajo Lodares: unas pocas casas, donde se guardaban tantos afanes, tantas historias sobre la vida y la muerte de nuestros antepasados.
Todas ellas iguales, todas humildes, todas de piedra de semejantes tonos calizos, parecidas hechuras, idéntica teja. Eran aquellas casas donde nacimos y que, en nuestro recuerdo, siempre permanecerán en pie.
Allí, al lado del pueblo, en los huertos de Llerón, en traslavilla y en las tierras de la peralina, se podían observar oscuras figuras en movimiento. Eran vecinos, nuestros mayores qué, como hormigas, bregaban en el ingrato y duro trabajo del campo de aquellos años para arrancarle un poco de hierba y acaso unos pocos kilos de patatas o nabicoles.
Más cerca, por las faldas de los peñones Pitaniegos, subía en esta dirección un pequeño rebaño de no más de 200 cabezas entre ovejas y cabras. Era la vecera que había salido del pueblo, consecuencia de la aportación que a ella hacía cada vecino, para enfilar apelotonadamente la vereda a la collada de San Martino y, por ella, pasar a Pardomino, rompiendo con sus cencerras aquel misterioso y permanente silencio, vigiladas de cerca por su pastor, Santiago, con su morral al hombro, y su perro carea esperando atento cualquier orden de su amo.
A la izquierda, Tejedo y su hayedo, y, en el fondo del valle, el dibujo perfecto de los escasos dos kilómetros de camino que separaban a Lodares de Vegamián; en su mitad, el Canalón, lugar por el que pasaba el mixto que dividía los terrenos de los dos pueblos. Pasado éste, y antes de llegar a Vegamián, había un pequeño tramo del recorrido no falto de encanto, al que se conocía como el Portiquín. Y, por fin, Vegamián –rodeado de su siempre verde y hermosa Vega–, el retozón río Porma y el puente sobre éste, desde donde nunca se irán de mi memoria las enormes truchas que vi en varias ocasiones, unas en el agua y otras ya en la cesta del tío Ramiro, quien las engañaba pescando con moruca y un enorme varal que manejaba a dos manos en el pozo del caballo.
Pasado el puente, a la derecha, la caseta blanca donde se encontraba la báscula municipal, en la que pesaban a los enormes novillos que llevaban de todos los pueblos a vender en la feria que celebraban delante de la ermita de San Antonio días antes del Pilar, para luego cargarlos en el camión que los llevaría a su nuevo destino. ¡Qué estampas tan bonitas recuerdo de aquellos enormes animales! sujetos con palanca y arigón, con sus enormes ojos y su pausado caminar; parecía que todo temblaba cuando daban un paso. De allí, a la derecha, se veía el camino que salía desde el puente y nos llevaba a un lugar donde había una cruz sobre una base de piedra, para luego cruzar la carretera y dar paso a la vereda de los praos que llamaban de San Pedro, camino de los pueblos altos del Valle Ferreras.
A la izquierda, la ermita de San Antonio a orilla del río en una pradera partida en dos por la carretera que llevaba a la venta; allí, en su plaza, delante de los bares de Andresín y Florentino, un monumento a los caídos del municipio en la Guerra Civil; y ya la carretera que subía a Puebla de Lillo. Por esa carretera veíamos subir al coche de línea, “el coche de Catalina”, que acababa de arrancar dejando allí a los viajeros que venían a Vegamián, a Lodares y, en muchos casos, para los pueblos del valle Reyero. Al otro lado de la carretera, el cuartel de la guardia Civil y algunas casas más.
Más al fondo y a la derecha, en la falda del monte Barbadillo, se veía a Utrero, al que se llegaba por un camino de corto recorrido que nacía en la carretera, al lado de la casilla. Allí, medio centenar de casas, de las que se divisaba el humo saliendo de sus chimeneas casi perennemente encendidas. A su derecha, las Cuevas. A un lado y otro de la carretera, algunas edificaciones, entre las que destacaba un molino, la fábrica de luz y un pequeño salón de baile, donde acudían los domingos toda la juventud de aquellos pueblos.
A la izquierda, La peña de la Horca, que desde aquí parecía minúscula; en su falda, Valdehuesa, y, a cobijo del pico Mahón, Rucayo, qué el 21 de Julio celebraba su fiesta del Cristo.
Allí iba yo en mi burra cruzando monte a través desde Vegamián, hasta pasar por el monte de San Pedro, con ingente cantidad de praos ya segados y atropada su hierba en esos días, para coger el camino del valle Ferreras, por encima de Quintanilla, que me llevaría hasta Rucayo, dejando a la izquierda la Peña del Cuervo y a la derecha la del Castiello, ésa de la que se dice que esconde gran cantidad de oro en su profundas cuevas, y en la qué en lo más alto, todavía hay restos de un antiguo castillo medieval.
Mientras contemplaba tanta hermosura, una sonora explosión hizo un estruendoso eco en la Peña de la Vega, dando la sensación que se derrumbaba. Eran los obreros del pantano, que estaban reventando con explosivo las tripas a la Peña del Cueto para hacer la nueva carretera.
Me sentí mal, me sentí triste. Presentí que el fin de aquella sublime vista estaba cerca, y yo nunca más la podría contemplar en su plenitud.