Llegaría el mes de Julio y con él uno de los trabajos más fuertes y quizás el de mayor trascendencia para nuestros mayores, ya que de él dependía el poder cebar en condiciones al ganado durante todo el invierno y con ello el ahorro en la compra de piensos sustitutivos. Era el mes de la siega y recogida de la hierba.
Aunque en todos los pueblos se hacía todo el proceso de forma manual, en unos más que en otros, se complicaría en exceso, teniendo en cuenta la situación de huertas o praos (prados) donde ésta se recogía.
En una estructura de la propiedad de un minifundismo extremo, las huertas estaban situadas en el fondo de los valles, generalmente cercadas con cierro o pared de piedra y con posibilidades de riego; en su mayoría relativamente cerca, a las que se accedía por buenos caminos, aunque en casi todos los pueblos, excepción hecha de Vegamián, éstas eran pocas, con lo que tenían que recurrir a los praos, sin ninguna posibilidad de riego, por caminos en mal estado y normalmente más alejados, con suelos pobres y en laderas con pendientes importantes, donde situar el carro para ser cargado, podía resultar arriesgado.
Ello significaba la inversión de tiempos mayores para recoger igual cantidad, debido no sólo a la distancia a recorrer, sino también a que la carga tenía que ser inferior, evitando así grandes volúmenes y con ello entornar el carro en el trayecto de vuelta.
De las huertas podían conseguir dos “cortes” al año. El primero y más importante éste que segarían en julio para llevar seca a la tenada, y el segundo, por septiembre, que conseguían después de haber regado las fincas segadas, a lo que se denominaba “los otoños” que eran aprovechados directamente por el ganado y excepcionalmente segándolo de nuevo para alimento como “verde” de reses paridas o enfermas.
Los praos eran parcelas generalmente abiertas, que ya sólo por eso exigían menores cuidados, segándolas exclusivamente en verano, siendo aprovechada la cosecha de otoño directamente por el ganado.
Si era mucha la cantidad a recoger o pocas las personas para hacerlo, contrataban a segadores venidos de otros pueblos del entorno o de la ribera del Esla, donde esta cosecha ya había terminado.
Entre estos, y como no podía ser de otra manera, había buenos profesionales y los había que no tanto. Así ocurría que los verdaderamente buenos, repetirían en un mismo pueblo y casa en próximas temporadas, quedando esto apalabrado de un año para otro. Incluso en la misma temporada, algún vecino estaría esperando que acabase el otro vecino que tenía ese buen segador, para contratarle en los últimos días de recogida.
Ventura Tascón de Valdeteja, uno de aquellos segadores que acudía a la siega en los pueblos del alto Porma, principalmente a los del valle Ferreras allá por los años 1940-1950, aun recuerda aquella época.
'En nuestra casa, -dice- éramos gente suficiente para atropar la propia, así que había que ganar algo fuera para contribuir a la más que ajustada economía familiar de aquellos años. Así, por un salario de 50 pesetas/día y la manutención, nos pasábamos casi un mes por allá, segando la de dos o tres vecinos, conviviendo con ellos en sus casas en un ambiente totalmente familiar. Nosotros éramos uno más de la casa, comiendo a la misma mesa que el resto de la familia. Ninguna distinción. Incluso, –recuerda-, siempre quedaba una amistad que en algunos casos continuaría muchos años.'
La siega se hacía a guadaña, quedando colocada en marallos, siendo esta labor posiblemente la única exclusiva de hombres, pues en el resto participaban, hombres, mujeres, y niños.
Y no sería la guadaña una herramienta comprada al azar el 29 de junio en la feria de San Pedro de Boñar. En la zona gustaban de la marca “las dos liras” que, amarrada al astil de fresno y bien picada, haría más llevadera la labor. Este último, el astil, tenía que cumplir dos medidas básicas, pues no valía cualquiera teniendo en cuenta la envergadura del segador. Así, la distancia que debía de existir entre el agarre superior de éste y la manilla central, debía de ser de un codo, distancia que hay entre éste y los nudillos del puño cerrado. Igualmente, y una vez colocada la guadaña en su astil se tenía que cumplir la medida de un brazo en la diagonal que va de la manilla central a la punta de la guadaña. Aquel que no respetara esto, pronto buscaría la sombra de los chopos debido a un superior esfuerzo.
Comenzarían a segar al amanecer, con la fresca, para hacer un pequeño descanso entre las nueve y las diez de la mañana. A esa hora, bien la mujer de casa, bien algún chaval, acercaría “las diez” a los segadores allá dónde se encontraran, que no era otra cosa que unos buenos tacos de chorizo, cecina y jamón que, comidos con pan y vino, ayudarían a reponer fuerzas y poder aguantar esta dura labor hasta llegado el mediodía.
A partir de ahí, los marallos eran esparcidos a lo largo y ancho de la finca con la horca de la hierba para que pudiese secar. Al día siguiente o dos días, ésta ya estaba bien seca, por lo que se comenzaba a atropar igualmente con la horca y repasar con el rastro de madera, haciendo distintos montones desde donde se cargaba en el carro, especialmente preparado con armantes y rabera que lo habilitaban para una carga importante y, así, tirado de la pareja, llevarla a la tenada, lo que se procuraría hacer a partir del mediodía, aprovechando el calor y garantizándose de esta manera una recogida en las mejores condiciones.
Para cargar el carro, una persona estaría subida en él distribuyendo y pisando la que desde abajo le echaban. Y no sería cualquiera quién lo hacía, pues era importante saber colocarla para conseguir un buen equilibrio de la carga a ambos lados, replegándola más o menos en función del tipo de camino a recorrer, además de cuidar conseguir una bonita forma.
Acabado de cargar, lo ataban con sogas, bien tensadas y siempre de delante a atrás, para a continuación peinarlo todo él con el rastro, dejando en muchos casos un acabado casi perfecto, lo que decía bien a las claras quien había sido el que había estado arriba, y es que nuestros mayores llevaban con orgullo poder llegar al pueblo con un carro bien cargado que no iba a pasar desapercibido para nadie, escuchándose comentarios del tipo -¡ coño !- eso es un carro bien cargado, da gusto verlo. -Arriba ha estado fulano- apostillaban.
Lógicamente esto se notaba más en pueblos como Vegamián, donde la mayor parte de los caminos eran amplios y llanos, lo que les permitía cargar grandes volúmenes sin mayor riesgo.
Terminado de cargar, horcas y rastros quedarían colocados en la parte trasera del carro; los rastros espetados en la hierba por su mango y las horcas en paralelas al suelo, sujetas por las dos sogas de atado para, con cierta maestría, el hombre de la casa agarrar a una de las vacas de la pareja por un cuerno, según el giro, y pinchando a la otra con la ahijada, arrancar con el carro cargado y salvar el primer obstáculo, que en muchos casos solía estar en la salida de la propia finca. Detrás y atentos a los posibles desniveles del camino, solían ir la mujer y los chavales, preparados por si hiciese falta en cualquier momento agarrarse de los armantes para evitar que entornase, lo que no siempre conseguían. Metido a la sombra, debajo de la rabera, el perro de la casa sería un fijo y fiel acompañante.
Llegados por fin a casa, acercarían el carro al boquero de la tenada, para, una vez bien calzado, desuncir la pareja si es que no se iba a continuar ese día con más acarreos, y a continuación o más tarde “meter” la hierba.
Para ello una persona tendría que estar dentro y distribuirla. Dura labor, pues el calor propio de la época, el polvillo de la hierba y la enorme cantidad que podía entrar por el boquero, llegaban a producir una verdadera sensación de asfixia que hacia que pocos voluntarios hubiese para entrar. Para pisarla y conseguir que quedase bien apelmazada, metían media docena de ovejas que permanecerían dentro algunos días.
Después de unos quince días de duro trabajo, la labor estaba a punto de finalizar y tendría que pasar un año hasta que hubiese que repetirla, lo cuál era motivo de celebración, y así en el último carro que recogían, solían poner un ramo de chopo o salguera en lo alto de él, lo que no dejaba de producir cierta “envidia” en aquellos que iban más retrasados.
Pero lamentablemente todo podía resultar insuficiente. Después de un brutal esfuerzo de parte de todos los miembros de la familia, solo les quedaría a nuestros mayores rezar para que el periodo invernal no fuese excesivamente largo, pues nunca estarían seguros de que con la cantidad “atropada” podían garantizar pasar el invierno sin tener que malvender algún animal, o tener que bajar al molino de Vegamián para aflojar la faltriquera y comprar unos sacos de harina para subir en el burro, cosa que causaba verdadero dolor en aquellas gentes tan enseñadas a mirar por el dinero que tanto les costaba ganar.