Una de las buenas noticias que podíamos recibir los chavales en aquellos largos y duros inviernos, era la llegada de los días de matanza.
De pronto un día, nuestra madre, nuestro padre, decía a la hora de comer: ¡el próximo martes fulano 'mata la gocha', así es que estamos invitados!. Tú, chaval, pide permiso a Dª Ramona para ese día.
Y es que esos días, los chavales no solo gozábamos de permiso para no asistir a la escuela, sino que el régimen disciplinario que teníamos durante todo el año, en casa y fuera de ella, quedaba bajo mínimos, teniendo ese día permitidas licencias impensables en otras fechas. Qué tenías que mesar hierba después de salir de la escuela, pues hoy librabas. ¿Los deberes? sino los hacías, tampoco pasaba nada. Estos días eran solo para disfrutar, eran los días de la matanza, en Lodares más conocido como el día de la gocha.
Ocurría a finales de noviembre, primeros de diciembre, cuando entraba la luna en fase de cuarto menguante.
Consistía en matar el animal que habían engordado en el cubil de la cuadra de casa, alimentado generalmente de hojas de roble, gamones, patatas, frutas silvestres, etc. que, en buena cantidad, habíamos atropado los rapaces de la casa.
También en ocasiones y sobre todo en familias numerosas, mataban en esa fecha una vaca casina que habían comprado para tal fin, -no solían sacrificar las criadas en casa-; incluso, el día antes, algún ejemplar de oveja para comer ese día, y que ayudase a mantener la despensa con garantías hasta el próximo año.
La víspera el matachín, persona del pueblo con conocimientos y habilidades de maestro para tal fin, ya se encargaba de tener su cuchillo especialmente afilado para ejecutar bien su trabajo.
Las mujeres tendrían preparadas y limpias para su uso, toda una colección de artesas de madera, baldes de chapa y diferentes cazuelas. También tendrían picada la cebolla para hacer las morcillas, después de haber soportado lloreras interminables la noche anterior con la picadura de ésta.
Los hombres, que también habían ayudado en esta llorona labor, tendrían el banco en perfectas condiciones con la soga preparada por si hiciese falta atar al gocho.
Por fin, a primera hora del día señalado, había llegado el momento para darle muerte. Toda la familia e invitados estarían presentes. Tres o cuatro paisanos esperaban al gocho a su salida del cubil. Ya en el corral, uno de ellos le echaría mano al rabo y un segundo a las orejas, para, casi montado a caballo, obligarle a abrir la boca y meterle en ella una soga con un lazo corredizo, quedando bien sujeto tras sus colmillos superiores y así llevarlo hasta el banco.
Allí, el resto de hombres lo agarraban de las patas para, entre todos a la vez, conseguir inmovilizarlo totalmente ya encima del banco.
Los gruñidos se oían en todo el pueblo, siendo fácil saber cuando y quién mataba ese día.
Los chavales, a una orilla del corral, vivíamos expectantes el ritual, un poco cagadillos para que negarlo, pero esperanzados de ver quién era el inocente de entre nuestros amigos al que engañaban para coger la morcilla del banco, que no era otra cosa que los últimos excrementos que el cerdo había dejado en su agonía, o para coger la “zambomba” que era la vejiga del animal que, hinchada con una paja, servia de balón de reglamento en su primer día de uso para luego ya seca usarla como zambomba en la cercana Navidad.
El matachín, cuchillo en mano, esperaba a que diesen su aprobación quienes sujetaban el gocho para meterle el cuchillo. Se lo clavaría lentamente, para que se desangrase totalmente, pero muy despacio. Una mujer, seguramente el ama de casa, se encargaba de poner debajo un cazuelón donde caería la sangre para, con un cucharón de madera, darle vueltas de manera que no llegase a coagular. Esa sangre seria con la que harían las morcillas.
Por fin, el matachín llegaba con su cuchillo hasta el corazón del gocho que, con un par de sacudidas se despediría de este mundo.
Y llegaba nuestro momento, cuando el matachín gritaba:
¡Guaje! vete a la cocina por un plato para coger la morcilla del banco. Allá iba el infantil atrevido, orgulloso de haber cogido la delantera a los demás.
¡Pero, vaya cara que ponía el penitente cuando comprobaba de que se trataba!, y de que era observado por todos nosotros que nos partíamos de risa, para cinco minutos más tarde, soplarlo a el resto de la chavalería de pueblo. Y, claro, esto en aquella edad escocia.
Llévala para la cocina, anda, para que la vayan cociendo, le decían.
Con la morcilla del banco recogida y el gocho bien muerto, a continuación y en el mismo banco, con grandes manojos de paja de centeno a lo que llamaban cuelmos, lo chamuscaban completamente, incluso producían sobre él grandes llamaradas al quemarse montoncillos de paja que hacían a propósito para quemar zonas donde había mucha serda concentrada.
Acabada esta chamusquina venía otra fase en la que conseguirían dejar la piel del gocho con un tacto muy suave. Esto lo harían a base de echar agua hirviendo sobre él, y con un trozo de teja, frotar fuertemente todo su cuerpo. Lo remataban con un repaso de cuchillo que, debidamente afilado, cortaría las pocas serdas que habían quedado. Al fin el cerdo presentaba un tacto tan fino como “el culo de un niño”, decían. Y no era mentira.
Llegado este momento, era hora de echar la parva; una copilla de orujo blanco de Valdevimbre o un anís “La asturiana” con unas ricas pastas hechas días atrás.
Ya repuestos, daban vuelta al gocho en el mismo banco poniendo a éste panza arriba. El matachín le daba un corte desde arriba hasta abajo, a cada lado de la fila de tetillas, sacando una larga pieza que llamaban barbada.
A partir de aquí lo vaciaban internamente, sacándole todas las tripas y todo el mondongo.
Hecho esto, bien por el hueso del culo, bien por los de la boca, le metían una cuerda fuerte o un gancho de hierro y lo colgaban de una viga en el portal de casa, protegido de cualquier alimaña que pudiera meterle el diente, y acongojando un poco a los chavales que pasábamos por allí para la cocina. Colgado de esta manera estaba un par de días o tres, hasta el momento de descuartizarle.
Mientras los hombres habían colgado el gocho, las mujeres ya habían cogido las tripas, las gordas para morcillas y las delgadas para chorizos, para lavarlas en el reguero, en “tras las casas” o en “la puente”. Trabajo realmente ingrato y duro. A temperaturas bajo cero, rompiendo ellas mismas el hielo del río con un canto, aquellas mujeres que eran nuestras madres y abuelas, lavaban las tripas con sumo esmero. No hacer este trabajo en condiciones óptimas, provocaría una mala calidad, tanto de morcillas como de chorizos, e incluso correrían el riesgo de arruinar la matanza.
A estas alturas ya estaba avisado el Veterinario, en el caso de Lodares, D. Julián, de Armada, quien se llevaría “la prueba” del cerdo. Un trozo pequeño de la parte de los lomos y otro de la panceta para, una vez analizados, dar o no su aprobación para empezar al meterle el diente. Y no se probaría hasta conocido el resultado de este análisis.
Acabaría la mañana con una comida por todo lo alto, en familia para, finalizada ésta, las mujeres comenzar a hacer las morcillas, mientras los hombres volvían a media tarde para sus casas a atender el ganado, para regresar por la noche a cenar de nuevo todos juntos.
Dos o tres días después, descuartizarían el gocho, llenando artesas y baldes de carne y tocino, debidamente clasificada para adobar y curar, para picar y hacer chorizos, costillares, brazuelos, lomos, etc. Aparte, quedarían los dos jamones, que debidamente preparados tendrían en sal dos o tres semanas, para después de otras tres bajo un buen peso, llevarlos a la cocina de horno para curarlos al humo.
Con la cena, acabaría todo lo bueno que la matanza tenía para un chaval de la montaña, desde cuya memoria la recuerdo. Pero quedaban pendientes la de familiares y otros vecinos invitados a la nuestra, que celebraríamos con igual alegría.
Todo sencillo, pero todo imposible de olvidar.