Lagüeria
El día de la Pastora, fui invitado por Isidoro de la Fuente para hacer una escapada en compañía de un grupo de amigos de Vegamián. Se trataba de una caminata por ese lugar cada vez más paradisiaco que es Pardomino. No me comprometí entonces, pues sabido es que los jubilados somos gente muy ocupada, siendo días después cuando asumí el compromiso, por lo que me apresuré a proveerme del correspondiente permiso, pues no se puede visitar este monte sin él por estar incluido en la reserva.
Así es qué el día treinta y uno, once de la mañana, con una temperatura de 16 grados y un cielo de azul impoluto que daba gusto mirarlo, nos encontramos en el lugar preestablecido: Cerecedo, camino paralelo al río. Después de las correspondientes presentaciones y saludos, arrancamos la subida dieciséis unidades con la meta puesta en el Paraje de Riolera. Isidoro y Ramiro, nos esperaban en Pardomino, vigilando las viandas en la pradera donde se celebra en la actualidad San Antonio. En las primeras rampas, el pelotón se estiró demasiado, más por la natural necesidad de dar gusto a la lengua que por la dureza de la subida qué, dicho sea de paso, es muy, muy suave. Julián, que capitaneaba el grupo, mandó parar a los escapados para esperar por el resto al lado de una fuente bien sombreada, donde alguno ya se refrigeró. Una advertencia del Capitán cuando el pelotón se agrupó: -Vamos a intentar ir todos juntos manteniendo el paso, de lo contrario comeremos a las ocho.
A la izquierda un arbusto cargado de frutos rojos. -Es una mostajera, afirmé yo, convencido. -No, la mostajera es la que hay detrás, esa que tiene el envés de sus hojas como aterciopeladas, aseguró Jesús Sánchez. Lo de los frutos rojos es un serval.
Llegó Julián que lo ratificó.
Seguimos subiendo y comenzamos a avistar por la izquierda a Valdecastillo, con la cantera escalonada de sílice al fondo. Más arriba, también a la izquierda, una bandera blanca en lo alto de la peña. Alguien preguntó: ¿qué bandera es esa? Otro contestó: “es la del cese de hostilidades”. -Habrán conseguido arreglar los de Valdecastillo sus disputas con Boñar por el asunto agua, dijeron por atrás.
Sin darnos cuenta, llegamos a el alto de la Palomara. Los siguientes pasos los daríamos ya metidos dentro de Pardomino, del que nos separaba una alambrada debilitada por las embestidas del jabalí. Ya dentro, seguimos la pista, ahora cómodamente alfombrada de tapín, pasando por las Corvas. Sergio, uno de los más jóvenes, iba con Julián discutiendo sobre los nombres de los parajes, para sentenciar: -Según mi agüelo, ahí está la fuente del oso. -Que no, coño, dijo Julián, alzando la porraca para ubicarla. -está allí arriba, donde aquellos piornos.
Seguíamos avanzando a buen paso por Valdelavá, Ricuencas y Riduernas con el pelotón otra vez estirado en medio de buena arboleda a ambos lados del camino que solo nos dejaba ver el cielo. ¡Mirar que cacho roble! exclamó alguien, ¿cuántos años tendrá? -Yo qué sé, cuatrocientos o más, respondió Julián.
Al final del Valdelavá y casi todo Ricuencas, son las hayas las que hacen monte. Continuábamos, cuando apareció un intenso aroma a excremento caballar que entraba en el pecho como en su casa, delatando la presencia del equino. No vimos ninguno, pero por allí andan.
Llegamos a Riolera, justo donde arranca el camino de Torres (se llama así porque lo hizo un paisano con ese apellido, que al principio de los cincuenta del pasado siglo, sacó haya a esgaya de aquí, afirma Julián). En camino baja hasta el fondo del valle, para ir a dar cerca de la pradera donde se celebra San Antonio, en la que nos esperarían para comer. Fue en ese punto donde el pelotón se partió. La mitad, se echó abajo por el camino. La otra mitad seguimos atravesando Riolera. Buscábamos, buscaba yo, las ruinas del chozo de Lodares, aquel donde Antón nos decía a los guajes que había serpientes enroscada en los árboles. Por el camino, aparecían con bastante frecuencia excrementos cargados de frutos del serval. Me chocaba y pregunté al experto -Son cagadas del tejón, afirmó Julián. Este tío se lo conoce todo, me dije.
Llegamos a uno de los múltiples arroyos que forman el río Pardomino. Unos secos y otros no, éste con buen caudal para la época. Allí termina la pista que se hace en un ochenta por ciento a la sombra a esas horas. Una delicia. Allí descansamos escasamente cinco minutos mientras observábamos las ruinas de un chozo estratégicamente colocado a su lado y muy cerca del camino carretero de bajada que el capitán suponía muy cerca. Había que localizarlo para cogerlo y, por él, llegar al destino pasando por la Cachana. La maleza lo esconde de tal manera, que hasta el Julián llegó a dudar. Al fin localizado, emprendimos la bajada, pegados siempre al río. No tan cómodo como el anterior, tampoco se hace intransitable. Servales, abedules y haya, enmarcan su retorcido camino de tal manera que en muchos tramos lo ocultan. Un kilometro bajando, a la derecha, encontramos el camino que va al chozo de Lodares. Éste sí parece imposible de andar. Aunque solo distan quinientos metros desde donde estamos, desistimos subir a ver lo que suponemos son sus ruinas. Otra vez será.
Seguimos bajando y, por fin, la Cachana. No se escucha las cencerras de las novillas, el silencio del olvido casi impone. Ya han destruido el camastro donde dormían los pastores y, las paredes levantadas en 1960, se van rindiendo al abandono. Dentro de lo que fue corral, Sergio pregunta, Julián responde: -aquí se encerraban hasta doscientas novillas, vigiladas por dos pastores. Se hacía por turnos, una novilla, un día. Los había que pasaban aquí cuatro o cinco días seguidos. Traías comida, una sartén y sal. Variar el menú era fácil; te arremangabas él pantalón, te metías a esas pozas, y en media hora tenías en el cesto un kilo de truchas. Luego, en la sartén untada con el tocino del mismo jamón o algo de unto, las freíamos y sabían a gloria bendita. Para dormir, el camastro y el suelo.
Enfrente, un pozo donde se bañaban los rapaces en la primera etapa de la celebración de San Antonio en Pardomino. Agua totalmente transparente que deja ver el fondo. No se ve una sola trucha, ni rastro de ellas. Siempre estuve convencido, los vedados de la Junta son los cotos de los furtivos.
Eran las tres y media. Ya nos empezamos a acordar de Isidoro y Ramiro, así qué, ligeros de todo y con la barriga cantando, aceleramos la bajada. En escasa media hora, llegamos al fin para sentarnos a la mesa ya puesta y servida. Bebida fresca, viandas sin reparo y una sobremesa estupenda en la que tuvo cabida hasta el amojonamiento de Riolera, ponían fin a una jornada de cinco horas de caminata que vale la pena repetir.