Lagüeria 2010
Si comparásemos los trabajos de hoy en día con los de hace cincuenta años en el mundo rural, nos daríamos cuenta que lo de ahora no es trabajo, sino simples molestias para encender o apagar el botón de arranque de la máquina correspondiente que es quien hace el trabajo.
Viene esto a cuento porque, recientemente, escuché a una joven quejarse amargamente mientras tomaba un café dentro de una cafetería, por tener que irse a casa a poner su lavadora.
–Estoy cansada de tanto lavar, dijo.
De pronto vino a mi memoria la imagen de aquellas mujeres, nuestras abuelas y madres, que a cualquier hora del día, en cualquier época del año, después de haber terminado las duras labores de la era o la cuadra, de la hierba o de la leña; bajo un sol de justicia o cayendo chuzos de punta, volvían apresuradas a casa para quitar los navicoles que habían dejado cociendo al fuego lento sobre la lumbre, y marchaban de nuevo, ahora con el balde bajo el brazo, a lavar la ropa en el río. Aquella labor, ingrata en el mejor de los casos, era una puñetera maldición en el resto. Aquello era para estar hartas y no esto que se hace ahora, que no es otra cosa que meter la ropa en la lavadora, añadir un poquitín de detergente y apretar el botón pa dentro.
En aquellos años sesenta del pasado siglo, por supuesto, sin lavadora, pero además sin ningún tipo de infraestructura mínima que hiciera más tolerable esta labor, lavaban en el río o en la presa más cercana. En invierno, con temperaturas de varios grados bajo cero, el río estaba cubierto de una gruesa lámina de hielo que ellas mismas rompían golpeándolo con una piedra para, con un arrojo que sólo recordarlo estremece los huesos, arrodillarse en un modesto cajón de madera, sobre el que apoyaba la tabla ondulada de lavar (la taja) que ya posaba dentro del agua. Allí, frota que te frota, dejaban la ropa blanca impoluta y sus manos, cargadas de sabañones que medicinaban con ajo cuando llegaban a casa.
En nuestra zona, las más afortunadas eran las de Utrero, que en los años cincuenta les habían hecho lavaderos cerrados y cubiertos, o las de Campillo, que evitaban las bajas temperaturas del agua, acudiendo con su ropa a la peña del arco, lugar donde había un manantial de aguas termales a un kilómetro escaso del pueblo, pegado a la vieja carretera que subía a Vegamián.
Siempre me acordaré de aquellos días de verano, cuando, a la vez que merendaba un trozo de pan con chocolate, me iba a pelar un saco de hoja en los robles de las matas para dar de comer al gocho, y mi madre me encargaba que al venir salpicase con agua la ropa que estaba tendida en las huertas de solascasas, cosa ésta que no me gustaba nada, pues por aquel entonces, las labores de mujeres y hombres estaban bien delimitadas, y aunque yo escasamente llegaba a adolescente, esto ya lo tenía bien asimilado.
Bien merecida tenían ellas cualquier ayuda, atiborradas como estaban de tareas y labores, tanto en casa como fuera de ella, tanto en su juventud como en la vejez a la que llegaban trabajando, así que para ellas y para cientos de miles de mujeres como ellas, este modesto recuerdo, y para la joven del café, mi agradecimiento por ayudarme a recordar aquellas viejas estampas que ya se van poniendo borrosas en la memoria, a la vez que mi deseo de que ninguno volvamos a ver los puñeteros sabañones.
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