La llegada del día de la fiesta del pueblo nos llenaba de alegría, especialmente a los rapacines. Todo cuanto allí acontecía esos dos días (dos y tres de agosto), era tan novedoso para nosotros que quedaría grabado a fuego en nuestra memoria.
Al igual que en cualquier otra zona rural en aquella época, la única música que escuchábamos en lo cotidiano, era las cencerras de las ovejas y, excepcionalmente, los cantes poco recomendables y menos acompasados, de algún hojalatero arreglando pucheros a la sombra del hórreo de la plaza de la varga. Sería por esa carencia musical o no, que esos dos días poníamos los cinco sentidos escuchando embelesados a la orquesta, memorizando música y letra de unas cuantas canciones. Con este repertorio qué, cantábamos unos y silbábamos otros con más o menos acierto, teníamos para todo el año, hasta la próxima fiesta que aprenderíamos alguna más.
En la fiesta nunca faltaba la caseta de tiro y puesto de chucherías. Al menos en Lodares, el puesto de tiro quedaba instalado junto al carro qué, tirado por un caballo, había llegado el día anterior, regentado en la mayoría de los casos por gentes a las que los guajes teníamos cierto respeto, seguramente por su aspecto y también por saber que no eran de fiar para nuestros mayores, lo que despertaba en nosotros cierta sospecha qué, lejos de alejarnos de ellos, hacía que estuviésemos siempre merodeando por allí.
Al Gamonal subía un matrimonio con dos o tres hijos pequeños. La mujer soltaba unos improperios que a nosotros nos llamaba mucho la atención, pues no era frecuente en la época que una mujer hablase de aquella manera, así que otro motivo para mantenernos por los alrededores.
Si tenías menos de una peseta para gastar, nos cobraban el perdigón a real. Si gastábamos una peseta, nos daban cinco perdigones. Había que apuntar al palillo que sujetaba los trofeos del tipo: chikles bazoka, algún muñeco, chuchearías varias, cigarros de bisonte sin filtro —entonces no había filtros— etc. Para llevarte alguno de estos “trofeos” tenías que romper el palillo que los sujetaba y que cayese el conjunto de la barra. Acertar el tiro nos permitía conseguir el trofeo y, sobre todo, presumir, fardar, decíamos entonces copiando a los veraneantes, de buena puntería ante los amigos.
De cuando teníamos 10-11 años, recuerdo una tarde cuando alguno de entre nosotros, disparó un perdigón en dirección no permitida. Fue a dar a los güevos del caballo del amo de la caseta, que pacía a orillas del Gamonal. Le dio de pleno y el animal comenzó a saltar de manera descontrolada, lo que no pasó desapercibido para la gente que andaba por allí. Los únicos que no se enteraron, fueron la mujer y su marido, metidos, una en la caseta con la prole y el otro atendiendo el puesto. Ocurrió que nosotros no sabíamos si habíamos sido vistos por ellos o no, saliendo en estampida para escondernos cada uno donde mejor le pareció, para pasar allí más de media tarde, hasta comprobar que nadie nos perseguía.
El puesto de chucherías, llegaba de la mano de Presenta, una conocida mujer que subía desde Boñar a la mayoría de las fiestas de nuestros pueblos. Lo hacía con una pequeña mesa repleta de golosinas, petardos, globos y otros artilugios de feria, que alumbraba con un miserable candil de carburo. Alguna fechoría padeció esta buena mujer cuando, aprovechando la escasa iluminación de la era, la chavalería le atábamos (siempre en el baile de por la noche) una cuerda a una pata de la mesa para, desde la distancia al otro lado del baile, tirar de ella, cayendo ésta al suelo y, con ella, todo cuanto había encima, candil incluido, que a nosotros entonces bendita falta nos hacía, pues veíamos igual de noche que de día; a continuación, llenábamos los bolsos con lo que cayese para huir como el tío de los mixtos.
Mientras lo hacíamos en dirección bien determinada, y sorprendíamos en la huida a alguna pareja recostada por los oscuros ribones de las eras, la oíamos gritar: ¡Me cagüen los guajes! ¡llamar a los guardias, cojona! ¡ me cagüen la leche que mamasteis! …. a la vez que atropaba todo lo que había quedado por el suelo para montar de nuevo el tenderete.
Así, entre bailes y carreras, acabaría el día grande de la Pastora para irnos todo el mundo a casa en torno a las doce de la noche. Al día siguiente, la Pastorina. Otra vez a misa, hoy menos solemne, y a continuación a la Diana.
Mozos, mozas y chavalería, recorríamos detrás de un par de músicos con saxofón y acordeón, casa por casa para, a los sones del “España cañi”, pimplar copas de anís o mistela, lo que hacía que más de uno, después de varias visitas, quedase en las peores condiciones para continuar disfrutando de ese último día de fiesta en las era del Gamonal o prado del toro, lugar donde siempre se celebraba el baile.
Si el Gamonal hablara, nos podría contar muchas historias de la fiesta de la Pastora de aquellos años lejanos; de pasodobles con acordeón, de la orquesta “Los ojos bonitos” , de “Los beleros” o de la “Lauro y Candido”. También de corros de aluches, cuando los mozos competían por conseguir como trofeo un mazapán o un gallo.
Acabada la fiesta, era la mañana siguiente a la Pastorina, cuando los rapaces íbamos a buscar a la pradera entre los residuos de la verbena, monedas y alguna chuchería que había quedado olvidada, siempre caía algo, a la vez observábamos como volvía a casa por el camino de encima la vega, el perro del tío X que había estado huido estos dos días Dios sabe dónde, asustado por el estruendo de los cohetes de los que nosotros buscábamos afanosamente sus varillas como si de un tesoro se tratara.
Pero si el Gamonal hablara no contaría sólo historias de aquellos años ya lejanos cuando Lodares estaba en pie, también lo haría de la actualidad, de la fiesta que la Asociación Amigos de la Montaña del Porma viene celebrando desde hace veinticinco años, cada primer domingo de agosto, llenando otra vez sus eras de antiguos vecinos que regresan de lugares lejanos con sus rapaces, que abren sus ojos como platos cuando el agüelo les señala con la porraca a sus pies y le dice: ¡¡mira hijo, aquí estaba nuestra casa!!
Hasta la Pastora 2008.