Volvió el agüelo, que también es bisa, al Gamonal, como todos los veranos, para saludar a los que hace muchos años fueron sus vecinos y celebrar juntos la fiesta de la Divina Pastora. Ante ella le entregaron esa placa conmemorativa que la Asociación otorga a los que tienen años a esgaya.
Una de sus acompañantes este año era su avispada biznieta, a la que quiso enseñar lo que un día fue su pueblo, lleno de vida, aunque ahora cueste creerlo para quien no lo conoció.
Desde la era más alta del Gamonal, le fue señalando con la ayuda de su porraca, los sitios exactos: mira, aquella era nuestra casa; allí estaba la escuela; aquello, donde la piedrina blanca, era la iglesia, que tenía su campanario de dos campanas y gallo en la veleta y, junto a ella, el cementerio, donde descansan los muertos.
Le habló de la fuente de arriba, de la del medio, de los hórreos donde se guardaba la cebada para protegerla de los ratones; de aquellas grandes nevadas que obligaban a espalar casi todos los días a golpe tañido de campana, para que los guajes pudieran asistir a la escuela montados en las madreñas con ruedas en forma de tarucos.
Le señaló para la collada de Reyero para hablarle del Follo y del Baizuelo, de la fuente del vino blanco, del piornal y del chozo anexo a los corrales, donde guardaban por la noche las novillas y, en el qué, siendo todavía un niño, dormía por la noche en un camastro de escobas trenzadas, para despertarse asustado con el cercano aullar de los lobos.
Le apuntó hacia el Peñaruelo, para hablarle de aquella cruz en la que los de Lodares tenían depositada tanta fe, seguros de qué paraba las tormentas que asomaban amenazantes desde Pardomino, y de aquella collada de San Martino, donde el lobo le comía siempre la ovejina más guapa de la vecera.
Le apuntó a la peña de la Vega, la que por atrás llaman de Armada, y se emocionó recordando aquella vez, cuando junto a su padre y otro paisanín del pueblo, tuvo que ir a rescatar tres cabras que habían caído despeñadas en una especie de sima, bajando atado de una soga hasta donde sólo las nieves eternas se atrevían a entrar.
La rapazina con los ojos como platos, estaba desconcertada escuchando hablar al bisa de aquella casa y de aquella escuela que no veía, de aquellas campanas que no se oían, de aquella fuente que ya no estaba, de aquel pueblo que no existía.
El agüelo volvió a apoyarse en la porraca y caminó hasta delante de la imagen de la Pastora con la niña de la mano, para decirle sin decir: ¡cuidarla, es lo único que nos queda!