Cuando llegó a mis manos esta fotografía tomada en Lodares allá por los años sesenta, con la mujer sacando la vaca recién parida y bien tapadina a beber agua al pilón, volvieron a mi retina cientos de imágenes ya casi diluidas por el tiempo, de cuando era el animal más mimado y al que más recursos dedicaban nuestros mayores, porque en ellas tenían depositadas todas las esperanzas de poder salir adelante con su ajustada economía.
La hierba que habían recogido en la tenada en el mes de agosto, la mesarían diariamente dejándola caer a la pajareta, desde donde las cebarían a “brazaos” por la mañana temprano y al oscurecer, mientras permanecían atadas con su collar al pesebre, que era todo el invierno. A media tarde, aprovechando algún rato que escampara y después de haberlas limpiado sus cascarrias de abono con rasqueta y cepillo, las sacarían a beber agua al pilón o al río, procurando brevedad para evitarles enfriamientos.
Si la vaca estaba recién parida, la llevarían calderos de agua templada a su pesebre, para que no saliera a pisar barro o nieve los primeros veinte días. Pasado ese tiempo, la sacarían sola al pilón, pero bien abrigada con una manta que anudaban bajo su cerviz como la que vemos en esta fotografía de Lodares. Esta labor la podía hacer algún rapaz o puede que la mujer de casa, y puede que ésta estuviese también recién parida, pero para la que ya no habría tanto miramiento preventivo frente a las fuertes nevadas y ventiscas.
Sentados en la tajuela y con la cuerna sujeta entre las piernas, las ordeñaban a dos manos por la mañana y por la noche, llenando calderos para, al día siguiente, después de haber dejado la necesaria para el consumo propio, vaciarla en el bidón que bajarían a la fábrica de Vegamián para ir sacando unas pesetillas que cobraban a mes vencido.
Mirando en la libreta la fecha que la habían llevado al toro y, también, la parte del animal que tapa con el rabo, los paisanos intuían con precisión el momento del parto, por lo que no se alejarían demasiado de la cuadra para, llegado el momento, acudir en su ayuda. Si se presentaba por la noche, la velarían durmiendo envueltos en la pelliza encima de la hierba de la pajareta.
Al día siguiente, los guajes calzaríamos las madreñas nada más levantarnos para ir a la cuadra y contemplar al jatín recién nacido, que apenas se mantenía en pie sobre un tablero que lo aislaba del suelo, siendo esto para nosotros motivo de alegría tal, que celebrábamos casi como la llegada de un nuevo miembro de la familia.
A partir de ahí, vendrían aquellos desayunos con sopas de calostros hechos con la leche de la recién parida, sopas que sabían a vida y olían a progreso, porque progresar era entonces tener un ternero más, atado con su collarín de madera al pesebre.
Pero de aquello ya solo queda eso, recuerdos y fotografías que nos dan fe de ello. Hoy los tiempos son otros. Los ganaderos montañeses han cambiado aquellas costumbres de tratar y cuidar al ganado a nuevos tipos de explotación que establecen calidad y cupos a modo europeo, lo que en nuestra montaña parece inviable a los precios que venden su leche y sus terneros.
En la actualidad, estos animales los vemos todo el año a la intemperie, vagando a su albedrío, con los pelos de punta caminan sobre la nieve, buscando la comida allí donde pueden, aunque ésta sea la monda de un palo seco del cierro de al lado, dando la sensación al que por allí pasa que poco importa si mueren de hambre, si se arricen sobre la nieve, o si el lobo se las come.
Y no será para tanto, aunque los mayores que conocieron y aplicaron aquellas maneras de cuidar sus ganados, hoy les cuesta trabajo entender estos nuevos sistemas, y se llevan las manos a la cabeza cuando las ven, para exclamar por lo bajo: ¡si los abuelos levantaran la cabeza!