En aquellos años, a mediados del siglo XX, el concepto “juego” no existía, al menos en las zonas rurales. Ese concepto es de tiempos recientes; no se decía ni mucho menos se pensaban cosas del tipo: ¡el niño necesita tiempo para jugar! ¡Qué coño! Todo lo contrario: puede que por entretenerte jugando en la calle te llevases algún capón, cuando “tu deber” sería haber encerrado aquella vaca casina que siempre llegaba la primera de todas, o las ovejas y los corderines que volvían cuando el sol ya se había escondido tras la peña de la Horca.
A pesar de que fue en aquella época cuando la industria del juguete vivió su revolución, éstos no habían llegado aún a nuestro entorno o lo habían hecho en pocas ocasiones y en pequeña cantidad. Seguían prevaleciendo los artesanales, del tipo: tirador de madera, coches, flautas, chiflas, carracas, etc.
Quizá por eso los juegos eran escasos y poco cambiantes. En verano, cuando a los rapaces del pueblo se sumaban los veraneantes, tampoco aumentaban en número aunque si el tiempo que disfrutábamos de ellos.
Los que menciono a continuación, son los que yo recuerdo de Lodares, aunque también existían otros como el calvo o el marro, pero de los que yo nada recuerdo, no se sí porque ya no se jugaba o cuando se jugó yo no estaba. De todas formas, la mayoría de ellos estaban extendidos por gran parte del territorio nacional, así pasa que en algunas partes de Extremadura, por ejemplo, también se jugaba al calvo, puede que por la conexión que existía en la época de la mesta entre esta región y nuestra montaña.
En verano, si en algún momento del día nos brindábamos a ir al caño por un botijo de agua para beber, lo hacíamos al oscurecer, justo después de haber cenado, único rato que algunos teníamos para “jugar” en esta época. Allí, en lo alto de la varga, junto a la fuente del medio y la escuela, nos reuníamos toda la chavalería del pueblo y los veraneantes.
Contar chistes, jugar al escondite, fumar algún cigarrillo de margaza envuelta en papel de periódico, y sobre todo, algo muy refrescante e higiénico: darnos verdaderos chapuzones echándonos agua con la mano sin parar unos contra otros, colocados a ambos lados del pilón hasta acabar totalmente empapados. Eso era lo que nos entretendría un buen rato antes de ir a la cama.
De los juegos, el que más recuerdo haber practicado, es el escondite o esconderite, al que jugábamos en cualquier lugar, a cualquier hora y especialmente en esta época. Uno de nosotros, chico o chica, contaba hasta un número determinado con los ojos tapados, generalmente apoyado contra una pared, dando tiempo a que los demás se escondiesen.
Cuando acababa de contar, tenía que comenzar a buscar y tratar de descubrirlos, para volver y anunciarlo al lugar donde había contado: “¡por Juanito o por Pepito!” o por ambos a la vez, evitando que ninguno se le adelantase, porque si esto ocurría, se salvarían gritando: ¡¡por mi, por mis compañeros, y por mí el primero!! y en este caso, volvería a ponerse contra la pared para comenzar de nuevo el juego contando él otra vez.
Otro juego frecuente, éste normalmente entre chicos, era saltar 'a la una anda la mula”. Echábamos a suertes y al que le tocaba, se ponía doblado hacia delante, apoyando las manos en sus rodillas, para que los demás saltasen apoyándolas en su espalda, a la vez que repetíamos la siguiente letanía:
//A la una, anda la mula // a las dos, da la coz (quien saltaba le daba una patada en el culo) // a las tres, Pepito, Juanito y Andrés// //a las cuatro, un buen salto// a las cinco, un buen brinco //a las seis merendé // a las siete, miga, pan y leche// a las ocho, un bizcocho // a las nueve, empina la bota y bebe // a las diez, otra vez // a las once llama el conde //a las doce, le respondes // y a las trece, ya amanece. //
Aquel que no hacía un salto limpio u olvidaba decir esto correctamente, sería el que haría la siguiente postura.
Si alguna decisión importante había que tomar, se hacía con la vieja fórmula de Pinto, pinto, gorgorito, vendió las vacas a veinticinco ¿en qué lugar? en Portugal ¿en que calleja? en la moraleja, agárrate niño de las orejas…”
Divertido era él pase-misí, pase-misá, cuando dos de nosotros, cogidos de la mano y con los dos brazos totalmente estirados, pensábamos en un color o un objeto y, una vez decidido y sin que nadie más lo oyese, cantábamos: //pase-misí, pase misá// por la puerta de alcalá// los de delante corren mucho // y los de atrás se quedaran.// Cuando se decía: se “quedaran” bajaban los brazos y el que quedaba atrapado, le daban a elegir entre los dos colores o los dos objetos antes elegidos, y según lo que dijese, se colocaba detrás del que lo había elegido. Cuando habían pasado todos y se habían colocado detrás de cada uno de los dos principales, estos se cogían de la mano y empezaban a tirar en cadena, cada uno hacia sí, y ganaba el que traía a su campo al grupo rival.
En las chicas, eran frecuentes juegos y canciones de corro, como:
// El patio de mi casa // es particular // cuando llueve se moja // igual que los demás.// agáchate y vuélvete a agachar // que las agachaditas // no quieren bailar.//
O:
//De Cataluña vengo de servir al rey // ay, ay, de servir al rey, de servir al rey // con licencia absoluta de mi coronel, // ay, ay, de mi coronel, de mi coronel.// Al pasar el arroyo de santa clara, // ay, ay, de santa clara, de santa clara // se me cayó el anillo dentro del agua, // ay, ay, dentro del agua, dentro del agua. //
Aunque quizá los más populares eran el corro la patata y el conejo no está aquí, al que jugábamos chicos y chicas, encontrando en él la perfecta disculpa para besar a quien más te gustaba.
//El conejo no está aquí // se ha marchado esta mañana // a la tarde volverá // ¡ay! ¡ay! ya está aquí (aparecía y entraba al corro) //haciendo reverencia // tú besarás a quien te guste más.// El elegido sería el conejo para el siguiente juego.
Llegaba el invierno y los días eran algo aburridos; las limitaciones nos venían por las horas de escuela y por tener que ayudar en casa, además de las propias de una climatología verdaderamente dura que podía impedirte no poder salir de casa todo el día. Con todo y con eso, siempre encontrábamos un tiempo y un lugar apropiado, dentro o fuera de la casa, para dedicarlo a jugar. Lo normal es que lo hiciésemos en lugares cerrados, donde hubiese algo de calor, como en las cuadras o en la cocina de horno.
En la escuela no abundaban los libros y de los que había no se hacia excesivo uso. Algunos títulos como Pascualín, Quieres que te cuente un cuento, Barba azul, la E Álvarez, etc, además de una baraja de pájaros que nos dejaban escasas veces en los recreos y con la que aprendíamos sus nombres.
Todo ello, junto con un nacimiento y algún paquete de tizas, se guardaba en una gran librería de madera, sobre la que permanecía en una pecera, un pez de color que tuvo que acostumbrarse a nadar sin agua en varias ocasiones sobre la tarima.
Un lugar ideal para bailar la peonza y resbalar, lo encontrábamos sobre el río, cuando éste estaba helado, y al que solíamos ir los domingos cuando salíamos de Misa. ¡Pablito, no vayas a la puente a resbalar con esos pantalones ! -si se te ocurre, verás que panadera llevas- nos decía nuestra madre.
Con la pala bien untada de sebo, hacíamos grandes cuevas con la nieve para, luego de haber logrado que algún “inocente” se metiera dentro, subir encima y hacerla hundirse para dejarlo enterrado.
Otro juego frecuente, era el de La gallinita ciega. Cuando uno de nosotros, con los ojos tapados tenía que pillar a los otros en una zona predeterminada, generalmente en una cocina de horno. Al final siempre aparecía algún “buen amigo/a” que te daba unas cuantas vueltas girándote sobre ti mismo, con lo que acababas con un importante mareo y seguramente en el suelo.
Quedan por otro lado aquellos que nosotros entendíamos como juegos y que eran más bien travesuras, pero eso lo haré otro rato, pues esto se podría hacer demasiado pesado. Mientras, que disfrutes recordándolo tanto como yo este rato. Al fin, es de lo que se trata.