Amigos de la Montaña del Porma

Blog amigosdelamontañadelporma.com

Domingo 15 de Octubre de 2006

LOS APEROS - El carro


   


      Sin duda, el apero más importante en nuestros pueblos. En muchas casas había dos y los dos recibían un trato especial de cuidados. Tirado de la pareja de vacas, formó durante siglos parte integrante de la vida y paisaje de nuestra montaña.

      Presentada la necesidad de hacer uno nuevo, comenzarían por elegir un árbol, que en nuestra zona, y según me contó en una ocasión Ricardo Fernández, uno de los mejores y más famoso carrero de la montaña, era en la  mayoría de los casos  un negrillo. Sus medidas aproximadas, exigían entre  5 y 5,5 m. y un diámetro de 40 cm en su parte más gruesa. Las distintas medidas en el largo, dependían que el carro en proyecto,  fuese para ser tirado por vacas o bueyes, aunque esta última opción llevaba años desestimada por razones obvias. A partir de ahí, bien con el hacha, bien con el tronzador, darían con él en el suelo. Transcurrido un año aproximadamente, su madera estaría totalmente seca, y era a partir de ese momento cuando el profesional comenzaba a dar vida al carro, abriendo éste por la mitad y formando así una horquilla que daría lugar a su estructura base.

      Sólo en algunos casos, serían los propios paisanos, en días de invierno, quienes se harían el suyo, aunque en esas ocasiones consistía en hacer su estructura y armaduras, no así su rodal  (conjunto de las dos ruedas y el eje), entre otras cosas, porque carecían  de las herramientas y artilugios imprescindibles para su correcto montaje.

      En la mayoría de los casos, los encargarían a profesionales de la zona, a los que se conocía como “Los Carreros”, quienes los fabricaban por un precio en torno a las siete mil pesetas en los años cincuenta.
Terminada su estructura comenzarían a hacer las ruedas. Estas tenían un diámetro entre 1,30 y 1,40 m. A mayor diámetro mayor número de radios, aunque esto muchas veces podía no ser así, pues ello era decisión que correspondía al comprador. Lo normal era entre 14 y 16, aunque podían llegar hasta 20, y su madera, en este caso, sería de fresno o encina.
Ensamblados estos entre la calabaza y las pinazas de madera, colocarían el aro de hierro quedando así la rueda prácticamente acabada.
Solo faltaría hacer el hueco interior en el centro de la calabaza para meter el buje (tubo cónico por donde pasaría el eje), lo que harían con las gubias a golpe de maza. Ninguna punta, pocos clavos. Distintos torneados ensamblarían la unidad que le garantizaría una larga vida.

      Capaces de reconocer su obra con sólo oír las notas musicales que sus ruedas “tocaban” por los caminos, en la montaña del Porma los más conocidos eran:

Aniceto de Boñar (Carro completo)
Tumbalobos de Boñar (Carro completo)
Ricardo Fernández de Otero de Curueño (Carro completo)
Tomás Reyero de Vegamián (Estructura)
Froilan González de Vegamián (Estructura)


      Partiendo del carro ordinario o multiusos, destinado al transporte del abono (estiércol) de las cuadras a los abonales y posteriormente de estos a las fincas, del transporte de las patatas, etc, su diseño permitía ser transformado para el acarreo de la hierba y el cereal, una vez desprovisto de sus cuatro sardos (tableros) y haberle colocado los armantes y rabera.

      Acabadas estas labores, de nuevo se transformaría, sustituyendo los armantes y rabera por costanas y red de cordel para con él hacer el acarreo de la paja de la era al pajar.

      El carro está presente desde las más antiguas civilizaciones agrícolas en medio mundo, adaptadas sus formas y medidas lógicamente  a la topografía del terreno y a los usos a que iban destinados.
Los dibujos muestran los que se utilizaban   en el alto Porma  hasta mediados del pasado siglo, aunque estos no siempre fueron así, pues en épocas anteriores sus ruedas eran de madera, incluso existían aquellos que no las tenían a los que llamaban los carroños.

      Todos debían estar en posesión de su correspondientes chapas con número identificativo a modo de matrícula, que debían llevar clavadas en algún lugar visible y por las que pagaban la correspondientes tasas, municipal y provincial. Aunque la realidad es que si en la casa había dos unidades, normalmente solo uno de ellos tenía las dos. Si precisaban utilizar el otro por tener que desplazarse fuera del pueblo, con cambiar éstas quedaría todo solucionado sin mayor problema caso de aparecer “los Guardias”.

En nuestra zona al menos, fue a finales de los años sesenta, cuando comenzó su decadencia  y, junto con él, toda una forma de vida que dejó un vacío insustituible. Hoy, algunos de ellos permanecen inmovilizados con sus varas mirando al cielo como suplicando una oración. Otros, han quedado abandonados por cualquier caserón donde duermen el más absoluto de los olvidos, resistiéndose a perder definitivamente su figura.